lunes, 23 de julio de 2012

Ismael Serrano o la cita necesaria


A mi amiga Mariel Bordené/Eloísa Dougherty,
campanilla del Sur,
que nos recupera del susto
con los ángeles del canto
en Ushuaia, Argentina,
diez años después



Una de las grandes lecciones que los profesores del arte y de la vida nos enseñan es que un artista no es sólo su trabajo: también suele serlo –aunque no necesariamente– su conducta. Si es cierto que no conviene confundir vida y obra, a riesgo de caer en pueriles equívocos o en incómodos, desagradables desengaños, también lo es que ciertas formas de estar en el mundo, ciertas maneras, cierta insobornable mirada de un creador sobre los sucesos y las cosas, quizá no hagan mejor el resultado de su esfuerzo, pero sí pueden colorear, alentar, mantener encendida una luz insomne, familiar, antigua, que inviste y hermana a cada pieza de su artesanía como un eslabón más de una misma memoria sentimental latiendo siempre en el escalofrío del seguidor, del cómplice, del cofrade.

Hay autores, por ello (y sospecho que es lo que sucede siempre con los más grandes), cuya proyección, cuya solidez en el imaginario colectivo no se funda exclusivamente sobre el éxito, ese diabólico término cuyas líneas jamás están bien definidas y que, máxime en estos tiempos de cortinas de humo y juguetes de usar y tirar, tampoco conviene confundir nunca con la victoria. Con la tantas veces secreta victoria con que la Fortuna condecora la valentía, la obcecación, la autenticidad de un artista, y que poco o nada tiene que ver con llenar auditorios o gozar de incuestionable prestigio público.

Ismael Serrano aúna legítimamente esas dos lecturas. O, digamos, la legitimidad de la una le llevó a la otra: su éxito, el hecho de que su música llene auditorios, sueños y conversaciones cotidianas a éste y al otro lado del Atlántico, no es ningún equívoco o malentendido precisamente porque la autenticidad le llevó allí; luego, la suerte, el azar, las leyes ocultas que rigen este tipo de cosas sólo han tenido que sentarse a escucharle a lo largo de los últimos quince años, como nosotros, simplemente porque este muchacho jamás bajó la guardia en su pulso con el mundo, su oficio y la vida. Cumpliendo sin descanso su parte del pacto.

Y es que, si no todos los discos de Ismael Serrano son imprescindibles (pero cuántas obras de cuántos artistas lo son?), él sí ha acabado por serlo; él sí se ha hecho necesario a fuerza de recordarnos tenaz, fielmente, cuál es el motivo último por el que se puso a cantar y nosotros a escucharlo, como a un hermano mayor en las barras de bar últimas de la adolescencia. Le descubrimos entonces –otoño del ‘98: yo iba a cumplir quince inverosímiles diciembres– y le abrazamos de inmediato, atónitos, subyugados y felices, perplejos de gratitud ante el acontecimiento súbito de aquel imberbe con voz de humo sin edad ni tiempo que parecía sin embargo haber estado ahí desde siempre, custodiando el mito de la juventud serratiana y el imaginario sentimental de transición de nuestros padres mientras apuraba el cubo de calimocho en el metro de Madrid y se manchaba de hierba los pantalones en el campus de la misma universidad a la que iría yo, años después, quién sabe si para seguir aquellas huellas. Fue escuchar los primeros compases de Últimamente en el Sol Música (se acuerdan?: aún podía oírse de casi todo en la tele), y pensar: “De dónde ha salido este tío, que no me toca nada y es mi hermano???”. Habebamus heredero de Serrat, hijo conocido de Silvio y Aute, vida después de Sabina. Veinticuatro -24- insólitos años contaba apenas la criatura cuando aquello, cuando nos hizo aquel regalo llamado La memoria de los peces. Luego nos enteramos de que tenía otro disco, anterior pero igualmente pasmoso (Atrapados en azul, 1997), y tuvimos ya que arrodillarnos, mitad devoción, mitad susto.  

Ismael Serrano fue, ha sido tantas cosas para quien esto escribe que resulta imposible ser ecuánime al hablar de él, y sólo los acólitos de la hermandad entenderán esto en fondo. Porque por supuesto que hay peros que ponerle (lógicamente, si uno no ha descuidado su honestidad crítica); pero qué relevancia tienen cuando uno se inició en la edad del dolor poniendo a sus lances esa banda sonora. Cantaba Ismael en las desolaciones iniciáticas y en las euforias del alma en cueros, cuando volvía uno de madrugada prometiéndose cumplir punto por punto las profecías de la aventura. Cantaba alentando en las heridas y cantaba en los primeros himnos del despertar político, cuando empezábamos a llamar a las cosas por su nombre y encontrábamos en el trastero de los abuelos los papeles escondidos de la Historia. Cantaba en sincronía absoluta cuando se consumían en sus rincones los abuelos del bando vencido y yo me enamoraba cada día y lo contaba todo y lo escribía todo en cartas desde Cieza que leía mi amigo Jorge en Cartagena oyendo también al otro lado la misma canción. Cantaba, en fin, durante las confesiones ante el fiscal nocturno tras cada desengaño y antes de cada desengaño y durante fines de semana eternos del instituto en que todas las noches llenísimas de escándalo, de vino y rosas, parecían ser –benditas sean– como aquella canción suya, La cita, en la que dos colegas que se corren una juerga memorable prometen, al despedirse, reunirse en el mismo bar pasados exactamente diez años.

Esos diez años, y algunos más, ya han pasado. Ya han pasado esos diez años, y alguno más, desde que salimos del instituto para cumplir todas las promesas del corazón. También han pasado muchas cosas, tantas y tantas cosas, en nuestras vidas y en la suya, en el mundo y en cada habitación. Wendy ya nos traicionó a todos pero no dejamos de beber y de llorar de ron en las noches azules junto al balcón abierto. Ya dejamos de reconocernos unos a otros en los bares de Malasaña, pero las miradas al pie de la barra siguieron siendo las mismas, en La Latina o en el exilio. Vimos princesas cabalgar desnudas al filo de la niebla y también, más pronto que tarde, claudicar ante la ley a las cenicientas más insolentes, más audaces en otra época a la hora de saltarse en marcha de las carrozas el toque de queda. Vimos al mundo rendirse al miedo y entregarse sin complejos a los tahúres que nos han traído estos lodos desde el polvo de los escombros de las Torres Gemelas, y a nuestro país caer al pozo de una infamia política y moral inédita en decenios [tranquilos: siempre podremos seguir cavando, una vez toquemos fondo, hasta alcanzar un día de éstos el núcleo terrestre]. Vimos el horror en Madrid, pero empezamos a asumir la incertidumbre que implica siempre la vida. Hasta empezamos a perder pelo: o se nos caía al hacer la matrícula en septiembre o nos lo tomaba incansable la loca aquella que siempre nos estaba dejando –qué estrés, qué estrés–; luego la vida echaría abajo su puerta, pero también todas las nuestras, las demás, irremediablemente. Fuimos creciendo, en fin; algunos, hasta madurando. Y unos se quedaron y otros se fueron, y algunos empezamos a amar aterrados los aeropuertos y algunas se quedaron a dormir en Barajas, como Penélope, y unos ejercieron sin saberlo de Victor Lazlo y otros tuvimos que aprender a enarcar la ceja como Bogart/Blaine, inevitablemente, por cojones vamos, que tampoco somos tan idiotas: al final siempre dio un poco igual, sin embargo, porque los de esta nuestra estirpe siempre estuvimos dispuestos a pagar las copas de los maridos de las mujeres que amamos tanto, dónde estarás, cuando nobleza obligaba. Estuvimos a punto de ver al abuelito Augusto palmarla en el trullo, pero el estado mundial de cosas se ha ido revelando tan tópicamente exacto a algunos versos del Papá cuéntame otra vez que al final nos estamos doctorando en AscoPena. Las hostias siguen cayendo, sigue en el metro esa mujer que se parece a ti, y demasiados colegas no han acudido a la cita. También se han ido cumpliendo algunos sueños, pero ya sabemos que no sólo por azar, o por suerte, sino por haber tratado, menesterosamente, de ser lo más fieles posible a lo que soñábamos, pautando todavía en la guitarra el Vértigo viejo en la penumbra como en las noches de oráculo de la selectividad. Volvimos, como Sísifo, una y otra vez, a las casas demolidas del amor; resucitamos en el templo de la fruta, los pájaros y la risa. Le pusimos pantalones largos al viejo Peter Pan para sobrevivir con honor al marzo de fiebre, temblor y naufragio de Buenos Aires.

En todo este tiempo, en todos estos años, unas épocas más, otras menos, unas veces con reconocimiento tranquilo y otras con renovados gratitud y entusiasmo, pero siempre, siempre con la profunda sensación de estar tomando el tren a casa, hemos acudido a la cita infalible que Ismael ha seguido estableciendo con nosotros en cada disco, en cada canción, en cada concierto; siempre puntual, fidelísimo y necesario ha cumplido Ismael con el jubiloso compromiso que contrajo hace ya tres lustros con todos nosotros, sus familiares, amigos, desconocidos íntimos, que esperamos sus acordes, su verso de calle y sueño y su declaración de abrazos como decía Miguel Hernández que espera siempre el pueblo a los poetas: “Con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”. Sobre todo –ay–, sobre todo en este mezquino siglo en que nos va a tocar a nosotros, con miedo y esperanza, con dolor, resolución y coraje, transitar el derrumbe de aquella infamia del fin de la historia. Como siempre sucedió, en cualquier época, al fin y al cabo.

Mientras tanto, seguiremos acordándonos de vivir todos los días; seguiremos siendo enemigos del ruido y partidarios de vivir con el compromiso sagrado, inaplazable, de ser lo más felices posible mientras dura el viaje; que ésa es, y no otra, la verdadera y más profunda deuda que contrajimos con aquéllos que se dejaron la piel y las uñas y el estómago para que podamos ahora cantar, escribir, besarnos en la calle y tener muy claro que hay ciertos suelos bajo nuestros pies que jamás dejaremos que nos privatice esa turba de miserables, sórdidos castrados para cualquier cosa parecida a la belleza. Es lo que algunos seguiremos intentando a toda costa: es la lección que algunos insustituibles referentes, como Ismael Serrano, nos han enseñado a lo largo de todos estos años, más allá de matices ideológicos o aparentes eslóganes de ocasión. Porque ésa es nuestra parte del pacto, lo menos que podemos hacer para corresponder a esos pedazos de belleza que han puesto temblor y escalofrío a algunos de los momentos más decisivos de nuestras vidas, pomada y gasas a nuestras cotidianas tristezas; que, como las canciones de Ismael Serrano, vienen siempre a ofrecernos una mano y un motivo, una hoguera, un trago y un recuerdo de hogar cuando arrecia la derrota, el insomnio, el desamparo.

Decía el señor George Steiner que la crítica literaria (cualquier tipo de crítica artística, añadiríamos nosotros) debería surgir de una deuda de amor. Servidor pretendía un vistazo sucinto, un homenaje, un saludo riguroso y guerrillero a la trayectoria del más célebre paladín, primum inter pares, de una generación prodigiosa de trovadores, pero ya ven, no ha habido forma; y al final me ha salido un delirio perfectamente denunciable a los de azul [y aún así y con todo se me quedan cosas en el tintero: que alguien me denuncie ya]. Es lo que suele suceder cuando intenta uno saldar humildemente ciertas deudas. Esta deuda es infinita y viene de muy lejos, así que intentar pagarla en estos términos suele resultar inútil. Que continúe Ismael acrecentándola con su voz y sus silencios, con su guitarra alerta y su relámpago en los ojos, y que sigamos todos nosotros escuchándole en un mismo escalofrío, del Cono Sur al Mediterráneo, tratando de saldarla cada día en la insobornable determinación de no dejar jamás de ver más allá del horizonte. Y que todos ustedes lo vean en días más piadosos, más festivos, más felices.



1 comentario:

Daniel Díaz dijo...

Aunque el comentario llega tarde, aquí te lo dejo, cuantos recuerdos, cuantos sabados por la noche en la puerta del missi o del metropolis cantando a ismael, cuantas mujeres queridas me tapo este hombre y cuantos desamores me ayudó a superar, pero sobre todo cuanto me unió su música a ti, y cuanta amistad me dio que perdura a pesar de la distancia, el tiempo y todo lo que venga.