domingo, 27 de enero de 2013

La vela, el farol, el aguacero

Quizá todas las tardes de lluvia sean la misma; quizá sea todo el mismo anochecer que llueve. Hace años, hace más inviernos de los que mi cabeza parece estar dispuesta a asumir, yo habitaba una mesa parecida a ésta, madera sobre caballetes, ante una ventana abalconada muy parecida. Vertical, antigua, con contraventanas blancas y vistas a ningún sitio, o a todos a la vez. Testando con tinta azul el carnaval. Es cierto que en aquélla no se veía tan claro; había más miedo, menos certezas, bastante más frío –los pies siempre fríos, la mirada en llamas–. Pero los faroles de enfrente son semejantes. También la lluvia, esta lluvia, que no sé si cae ahí fuera o aquí dentro. Tenía un cuaderno preñado de luces. Tenía velas que olían a templos aún remotos. Tenía veintiún salvajes, turbulentos, benditos años. Y al poco un lecho en el que poder cobijarme de todos los siglos de la lluvia, a este lado del cristal.

Cuatro inviernos después (mucho después pero también antes, mucho antes de todo), me fui a vivir a un templo en mitad de un desierto helado en el que llovía sin parar. No me conocía nadie, pero tenía un corazón legendario. Por la calle de mi ley vagué alucinado durante setenta noches, como un pájaro suicida, contra una lluvia que alguien parecía purgar como un remordimiento, en alguna parte. Mi gabardina tenía un desgarrón en la espalda, a la altura del hombro izquierdo, por alguna cuchillada que alguien debió de escribirme, sin darme cuenta. Frente a mi ventana a solas, el salón a oscuras, palpitaba un farol que venía a reflejarse en la pared de la vela en una película de lluvia, como una marioneta muda que llorase.
(Aquel invierno no paraba de llover).

Quizá todo suceda de nuevo con la lluvia. Quizá venga a contar siempre la misma historia repetida. Yo he escrito tantas veces con la lluvia que quizás, no sé, tal vez lo que siempre esperaba era contestar a alguien, en alguna parte, o que la lluvia me respondiese a mí, me otorgase a mí su carta. O un soneto aterrado que testase al fin el cuchillo fatal de la belleza.

Otros cuatro años después, otros cuatro inviernos después de casi todo, o de tanto todo desde entonces, un farol alumbra ahí enfrente un mismo secreto de agua. Tiembla la vela y ya no sé ni dónde estoy, cuándo estoy. Ni quién habrá ahora allí, donde yo entonces, escuchando esto sin saberlo

Y supongo que con eso basta, verdad?, que hay cosas que es mejor callar, o no saber nunca.

Quizás cuenta siempre la lluvia la misma historia. Quizás murmura para nadie idéntico secreto, mismo mudo cuento repetido. Insondable sortilegio que todo lo nombra, quizá sea la lluvia como esto que se escribe; una larga carta que nadie podrá entender nunca, como una plegaria o una súplica ante una espalda que se volviera calle abajo, esperanza abajo, aguacero abajo, y que tampoco llegará a responder nunca

te entiendo, o
no, no te entiendo


Y toda aquella alucinación.


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