jueves, 20 de octubre de 2016

La canción del otoño




Y el otoño es ese claroscuro, esa penumbra ocre, ese tren que cabalgaba hacia el norte, o de vuelta al sur, entre la luna y el crepúsculo. (Era otra alucinación: en la ventanilla del flanco poniente se hundía la gran alcancía de oro; en la de oriente ya el cielo era oscuro, ya se limaba las uñas la luna creciente. “Márchate si ha llegado la hora”. Y alguien lloraba en un andén donde rompía el acordeón del mar.)

El otoño fue siempre esa canción vislumbrada en una hoguera, esa leyenda que ocurría a lo lejos, a lo lejos siempre y siempre sin nosotros: en algún lugar del monte un crío escuchaba a un anciano con voz de sauce la historia repetida de los siglos; en un pueblo más cercano un crío algo mayor escribía a la luz de un flexo y se manchaba de azul con la verdad más honda de su vida, la lluvia cayendo en soledad.

Y el vislumbre niño de escolar: Vístete de atardecer,
de camino rojo con pétalos de septiembre,
y vente a la fiesta
del furtivo otoño en su casa junto al río
 ...
aprenderemos, como cada año,  
el tiempo del ocaso permanente,
la tristeza tranquila de la lumbre
de cuando todo a punto,
todo a punto de empezar: 19 años; en esta misma ciudad, en aquel balcón con vistas a todos los otoños del mundo, con todo siempre a punto de empezar

(...“ahora que todos los cuentos
parecen el cuento de nunca empezar”: el perfume, la cota de malla de cuero, el puñal al cinto, el antifaz: siempre buscando una ventana, siempre).

Y siempre una lámpara, una lámpara encendida toda la tarde, toda la noche. Siempre una luz amarilla como ésta, compasiva como ésta, del oro polvoriento de una antigua fotografía, alumbrando el camino desde cualquier rincón de todos los otoños del mundo. Algo que estuviera siempre a punto de empezar, de la ciudad a los senderos negros, del monte al violín de avenida oceánica por donde vaga tu sombra (vagó: vagará) en la ciudad del invierno. ... Siempre una luz y una ventana, una pared dormitando dentro y quizá niños en la calle, carruajes que pasan, pasos que avanzan sobre los adoquines bajo un solo farol que existe sólo (aunque exista realmente) en un rapto de sueño que alguien tiene en alguna parte, soñándome a mí mientras lo sueño; una alcoba en penumbra que no hay. Y también, siempre, un fantasma de perfume asesino que yo invocaba, escondiendo plegarias de deseo bajo los apuntes del instituto. En la calle estarás, en algún lugar del anochecer de este otoño, estarás –pensaba en esas tardes; escribí luego, años después, en otras muy distintas.
  
Acechando, buscando, esperando: qué gema de viento dulce; en cuál esquina. (A ton étoile, tocaba Yann Tiersen; canta aquí en el balcón en cueros de la columna: A ton étoile). Donde marzo era un octubre equivocado; donde octubre fue la nueva ceremonia en que quisimos arriesgar vendándonos los ojos, brindar a contraluz mientras Europa se derrumbaba afuera (mientras corría despavorido otro tren, antes de que se cerniese definitivamente el frío).

Y esas noches en que regresé, regresaba; anocheceres que no han terminado todavía, que no terminarán nunca, regresando aún por esas calles encharcadas de farolas mientras yo mismo me esperaba, escribiendo todo esto, antes de escuchar al fin tus pasos en la escalera final que subía desde el castillo gris al refugio del vino y la hoguera y el cuento tuyo.


(Tengo 25 años y una mujer me mira leer, con la esperanza anticipada de un desastre –that night that you planned to go clear–; tengo 23 y cobijo a una niña mientras duerme, otra vez, otra vez mil so pass me by, I’ll be fine, just give me time; tengo 27 y un cuervo me trae el mensaje del rey –En noches así, tú eres mi casa–. Tengo todos los otoños del mundo y me despierta esa canción, aquélla, la de aquellas mañanas de sol y bondad con que la vida me acariciaba los ojos soñolientos. La canción de todo lo que volvió siempre otra vez mil a empezar.


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