martes, 20 de noviembre de 2012

Aquellos 'mediocres' tiempos

Tiempos mediocres. Lo fui recordando puntualmente, misteriosamente, durante los últimos años; algo que escribió Manuel Vicent a cuenta del estado (aparente) de cosas en los primeros compases del siglo XXI. De cuando este estruendo macabro que hoy escuchamos hasta en sueños era apenas un murmullo, y la mayoría de las hoy víctimas directas del seísmo no oían nada, o preferían no oír –ingenuidad o terror profético– subiendo el volumen del mp3 en el metro, en la facultad, en las soleadas mañanas del Madrid viejo en que todavía podía uno leer El País y sentirse a salvo, en el mundo y la conciencia (o leer El País, a secas): España y todo el orbe seguían siendo un avispero en permanente estado larvario, pero nada llegaba (llegaría) nunca a ser tan grave; al menos, para los nacidos a este lado de la alambrada –lo que no deja de ser llamativo, visto ahora, teniendo en cuenta que ya había sucedido lo de Atocha con su consecuente cum laude en el horror–. De modo que se indignaba uno lo pertinente, se afianzaba hasta la complacencia en su convicción de saber por dónde iban –y vendrían después– los tiros, y con ese cóctel moral e intelectual agitado y mezclado con tinta fresca, César Vallejo y vino verde, pasaba uno a discurrir, solo o con Fulanita, sobre lo que más le importaba en el fondo: o sea, uno mismo.

No lo recuerdo literalmente, pero venía a decir Vicent que vivíamos tiempos de indiscutible perfil bajo, sin esas grandes hazañas y momentos dramáticos (entendidos como estados de ánimo y no como hechos puntuales: ya hemos dicho que de dramas de éstos siempre hemos estado lamentablemente surtidos) que amalgaman y coronan la Historia con mayúsculas, y por tanto sin esos personajes que la propia Historia vomita necesariamente como héroes, por vocación o por fuerza. Mediocridad en todos y en todo, vamos; mediocridad en los bares y en el Congreso, en los círculos literarios y en los saraos de copetín, en la Universidad y en la televisión, en el hampa y en las finanzas –arriba y abajo–, en la prensa y en la música, en el arte y hasta en las guerras en las que cuatro paletos visionarios se empeñaron en meternos sin llegar a meternos de verdad, como si fuera un Risk televisado –aunque los muertos y mutilados eran rigurosamente reales–. Tiene su sentido, visto ahora también, que durante aquellos cándidos días y los lustros anteriores la única fascinación épica posible la encontrase la peña en el deporte: como si las Nike ungidas en barro de Rafa Nadal –por ejemplo– nos redimieran algo a todos de la vergonzosa homogeneidad de nuestras zapatillas de andar por casa.

Tiempos mediocres aquellos, en fin, en los que todo era o parecía ser escandalosamente plano, y ni siquiera andaban ya los Azcona y compañía, por ejemplo, para contar el absurdo como dios manda. Ni Manuelas Malasaña tirando macetas desde el balcón ni Larras pegándose tiros en la sien, aunque fuera por mera protesta ante el aburrimiento. De Che Guevaras, Nerudas o Aurelianos Buendía, por supuesto, ni hablemos; y lo mismo –aparentemente– en el extremo opuesto. De vez en cuando, es verdad, a Zapatero se le olvidaba –pero para bien: era cuando aún molaba, recuerden– qué país gobernaba, y se le ocurría casar a los homosexuales, o dejar que TVE fuera un ente público y no púbico, o abrir fosas comunes, o pactar con los nazis etarras para que dejaran de matar de una puta vez, y entonces volvíamos a tener marchuqui hispánica de la buena, aunque fuera un rato, y Jiménez Losantos alcanzaba la resonancia que nunca logró en el patio del instituto soltando calculada basura ideológica por maitines, y los señoritos de la finca insinuaban sin complejos que el 11-M había sido cosa de Rubalcaba, ayudado por dos moros de Lavapiés “y un camellito sin dientes sobrino de un primo hermano de algún pariente asturiano” de la kale borroka –con explosivos de Paracuellos–, y Rouco Varela, mi querido, venerado, idolatrado Rouco, montaba raves católicas de tiernos castrati en la plaza de Colón, con respetables señoras-pitbull de pelo cardado que te atizaban con el paraguas a poco que no les convenciera tu indumentaria o la pegatina del medio de comunicación de tu micrófono.

Pero nada, oigan: fuegos fatuos, pobres pirotecnias; pueriles escaramuzas de chichinabo, lo de aquellos mediocres y ahora furiosamente añorados tiempos. Porque, si algo hemos ganado con la que está cayendo, si algo podemos sacar en claro de estos extraordinariamente infames días, es al menos dónde está realmente cada uno. Antes, hace un lustro apenas, todo era anodinamente difuso, obtuso y confuso; todo flotaba en un mismo y grisáceo magma de mediocridad en el que era difícil, a priori, ubicar las cosas. ¿Recuerdan aquel Contra Franco vivíamos mejor de los irreductibles y canosos analistas? ¿Recuerdan –qué risa, señora, visto ahora– aquella sibilina y conciliadora salmodia del “ya no hay izquierdas ni derechas” que te espetaban en la barra, sin variación, los inequívocamente más escorados a estribor de la nave? Bien: pues la demolición, al menos, también está acabando ya con esas mediocres ambigüedades.   

Hay una frase de aquel artículo de Vicent que sí puedo recordar casi literalmente ahora, porque es el motivo real de que haya recordado siempre esa pieza; una frase que siempre me titiló y que ahora me retumba de manera inquietante: “Benditos tiempos mediocres éstos –concluía, más o menos– en los que puede uno darle la mano en un cóctel a alguien que en otra situación no hubiera dudado en hacerte fusilar”.

Ya terminaron los tiempos mediocres, a mayor gloria de la claridad y muy a pesar nuestro. Ya no es difícil ubicar al peligro, a los enemigos, porque están donde siempre estuvieron: en realidad no se fueron nunca. Ahora lo que necesitamos saber es dónde están los héroes.  


[Publicado en FTS C. Magazine]

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