lunes, 14 de enero de 2013

'Cortarse las venas'

Con qué velocidad del diablo está sucediendo todo (todo); y cómo, a nuestro parescer, cualquiera tiempo pasado está más claro. Ya lo dijimos aquí, a cuenta de otra cosa: la historia universal de la infamia a la que venimos asistiendo tan conscientemente, tan en vivo y en directo, también está teniendo sus contrapartidas en positivo: por ejemplo, en lo referente a definir esas hasta ahora difusas fronteras que separaban el trigo de la cizaña. “Era poeta y odiaba lo impreciso”, escribió Rilke una vez. Algunos, a pesar de no acercarnos ni remotamente a las faldas de esa cordillera de lucidez que era el maestro alemán, andamos ahora fascinados con la clarificación, la concreción, la comparecencia sin máscara de algunas intuiciones con las que fuimos creciendo en las últimas décadas. Como esa melodía lejana que te inquieta al principio, te obsesiona incluso por no saber cuál es, de qué balcón procede, hasta que te acercas un poco más y ahí está, ya la oyes bien, ya puedes reconocer la canción.

Y puede que la canción no te guste en absoluto. Esto mismo, fíjense, es lo que me ha pasado a mí desde la más tierna adolescencia hasta ahora mismo, con escasas variaciones, cada vez que he entrado a un bar, o he estado en una fiesta (no digamos cuando algún eslabón perdido de la familia canorro-erectus ha pasado en coche por delante de mi balcón, atronando con una simpática melodía de moda): que no me gustaba la canción. Es verdad que uno ha sido siempre muy especialito; es verdad que para gustos, colores; es verdad, es comprensible que cuando son las dos de la mañana en una dicharachera reunión de veinteañeros, bien regada con agua de fuego, tampoco viene muy a cuento secuestrar el portátil y ahuyentar a la peña pistola en mano, echando espumarajos por la boca (“miiii tesoroooo…”), porque tienes antojo de oír a Aute. Bien, está bien, lo entiendo. Sin embargo, lo que no llegué a entender nunca es por qué esa aversión, esa tirria, esa virulencia atmosférica casi que en cualquier lugar, momento o entorno hacia lo que aquí los colegas han llamado siempre “música de cortarse las venas”.

Mi generación (nacidos en los ’80, criados en la feliz Arcadia de los ’90), amigos, no ha sido mucho nunca de cortarse las venas, en general y quinceemes aparte. Ni con la música ni con nada. Porque lo de cortarse las venas también valía para muchas otras cosas. Probara usted mismo, hace apenas un cuarto de hora, a hablar de política en algunas conversaciones, y la expresión podía estar bien traída; se pasaba entonces, como después de un susto, a hablar de hipotecas (las de entonces), de trabajos (ejem), de los plazos del coche (los de entonces), y los que ya podíamos ir al baño, a afilar la cuchilla, éramos nosotros, los descarriados del Orden Vital. “No te rayes” (con la cuchilla), te decían; “me estás rayando”, dicen o siguen pensando algunos Inmunes al Desastre en cuanto el tema se pone un pelín complejo, profundo, serio. Porque para ésta nuestra generación, amigos, lo serio también ha sido siempre sinónimo de aburrido: como todo el mundo sabe, Cien años de soledad viene a ser un flagrante peñazo comparado con el Gran Hermano.   
Y es que si uno se corta las venas, aun metafóricamente, corre un peligro: que se sepa que tiene sangre en vez de horchata; y a ver qué hacemos luego con la alfombra nueva del Ikea de la colega Maripili. A ver qué hacemos si se abre uno en canal y se le acaban viendo los huesos y la sangre, como decía Lorca que tenían que vérsele a los personajes del teatro. Bueno: esa sangre ha estado bien proscrita, oculta de manera vergonzante bajo setenta jerseys del Zara, desde que aquí se estableció que no había más tela que cortar. Cosa que a los de arriba les ha venido de perlas los últimos treinta años, y a los de abajo, en general, les ha parecido muy cómodo, por acción u omisión.
El “mayor depresor no-químico del mundo”,
perpetrando su impúdico vicio ante
600.000 víctimas en el Festival de la Isla de Wight, 1970
.

La sangre: la verdad, la emoción, el dolor en cueros de cada uno. Por seguir con el hilo musical, resulta a todas luces inexplicable cómo, hasta hace históricamente cuatro días, no se registró ni un solo suicidio, individual o en masa, en ningún concierto de Paco Ibáñez en el Olympia de París, de Jacques Brel en el ídem, de La mandrágora en La Mandrágora, de Leonard Cohen (no, en los de éste tampoco) en Berlín, de Tom Waits en Los Ángeles, de Serrat en el Gran Rex, de Franco Battiato en Roma, de Silvio Rodríguez en Chile, de Bob Dylan en cualquier parte, con la cantidad de bisturíes que debía de haber por metro cuadrado. Como es también jugosamente sospechoso cómo algunos de los nombres mencionados (anglosajones) sí han entrado en lo que los modernos y el mainstream han etiquetado como guay, recomendable para nuestros hispánicos y paletos oídos, y otros no: los que cantan en castellano, fundamentalmente, y se hacen llamar cantautores y no songwriters, o chiripitifláutiquers, al haber nacido en Cuenca [recomiendo con fervor, sobre este particular, el libro de Carlos Prieto Cajas de música difíciles de parar o el desencanto de Nacho Vegas, esperando con igual fervor la respuesta del personal al que en él se alude].

Ismael Serrano, otro peligroso gurú de la Secta del Harakiri (madrileño y no de Tennessee, para mayor escarnio), declaró en alguna entrevista, hace un tiempo: “Una de las cosas que provocó la movida madrileña fue la estigmatización de la canción de autor hasta tal punto que aún perdura. Lo que digo es totalmente cierto. Es un hecho. Podemos reivindicar sin nostalgia a los grupos de los años 70, o a las canciones de los autores de los 70. Y se considera toda una modernidad reivindicar los valores de la movida. Esto es una trampa que no hace justicia ni a la movida ni al género de la canción de autor. Que conste que yo he crecido con Nacha Pop, Golpes Bajos… con multitud de grupos que me encantaban; pero cabe reconocer que sus letras eran superficiales y que respondían al momento que les tocó vivir. Coincidí con el director Pedro Almodóvar en un acto de apoyo a Garzón y me explicó que lo que él quería entonces hacer con McNamara era inventar una realidad diferente, romper con todo aquello que le parecía terrible. Y yo lo entiendo. Pero también quiero subrayar que supuso condenar al ostracismo cosas que eran cojonudas”.

Desde luego, que Almodóvar y Fabio McNamara inventaron una realidad diferente es un hecho incontestable para cualquiera. Y ahora, con esta súbita perspectiva histórica que la destrucción masiva neoliberal nos anda brindando, ale-hop (gracias, Mariano), resulta que también es incontestable el resto de la reflexión. Y subo una: qué bien traído eso de inventar una realidad diferente.

Porque –y en esto no tienen ya responsabilidad alguna Almodóvar, McNamara, los Pegamoides y el coño de la Bernarda, que sólo hacían lo que tenían que hacer y no tienen de qué disculparse– inventar una realidad diferente es exactamente a lo que nuestra querida sociedad española se ha aplicado con irreductible furor en las últimas décadas: esa superficialidad de las letras de las canciones de la movida no respondía a conspiración alguna, a oscura estratagema en la sombra para que los niños babearan mirando los globos de la feria mientras aquel viejo marchoso instaba a todo sobrio hereje que no estuviera colocado a que se colocase. No; simplemente, esas canciones recogían el espíritu festivo de una España que se había tirado cuarenta años de clausura, y al salir monta una hoguera con los hábitos y una orgía a su alrededor. Absolutamente nada que objetar. El problema es que, entre charanga y pandereta, existía el riesgo de que se la llevaran al huerto los mismos que la llevaron al convento. Y de aquellos polvos en la inopia, estos hijos en el limbo.

Más grave, más escandalosa, más virulenta que todas las burbujas que en este país han sido en los últimos tiempos, me parece esa burbuja que tanta gente se impuso sobre la piel como una autosatisfecha armadura de humo frente a su entorno, como el traje nuevo del emperador; la música y el resto de manifestaciones sociales o culturales sólo han sido su reflejo –desde las crestas de colores a Culotorcido Shore, desde las tetas de Telecinco al delirio del cemento, desde el primer cretino del ya no hay izquierdas ni derechas a la última tromba de votos a un alcalde corrupto–. Ha sucedido en el arte, ha sucedido en la televisión, ha sucedido en la política, ha sucedido con la entronización del puto fútbol y de la carroña del corazón como analgésico de todos los males en un país genéticamente predispuesto para la pereza intelectual y la fatalidad: si llueve no es cosa nuestra, y ya saldrá el sol mañana. Que la antigua, nobilísima, entrañable palabra corazón se empezara a usar para definir lo que ahora mismo define, ilustra perfectamente en qué hemos ido cayendo: frivolización del sentimiento de cara al exterior para que luego nos dé vergüenza hablar desde el fondo del estómago con el que tienes al lado, no vayan a llamarte cursi, porque los miedos, los sueños y los terremotos del alma de cada uno deben quedarse pudorosamente en casa: tú echa otro trago y no me rayes. Frivolidad para esconder en el trastero lo que a todos nos corroe; anestesia general para no mirar al dolor a la cara (aquí nunca se va a morir nadie, ni te van a dejar nunca por otro); productos culturales de mucho envoltorio sin nada dentro para una audiencia alérgica a comerse el tarro; ataraxia masiva de centro comercial y aurea mediocritas para no enfrentarnos a la realidad ni a la vida verdadera, que está ahí y puede ser maravillosa, como decía el otro, pero que también puede ser y es una implacable perra hedionda, purulenta, que hay que combatir con toda la sangre y todo el fervor antes de que acabe matándote a pequeñas dentelladas (“Son las pequeñas tragedias de todos los días, y no las grandes, las que hacen enloquecer”, decía Bukowski). Mucha risa de arlequín, y mucha fiesta de cartón piedra, y mucha cancioncita vacua popy-guay (“novedosos que apedrean a los originales”) y mucho juguete nuevo 3G y mucha gilipollez para al final rascar un poco y darte cuenta de lo de siempre: que la gente está muerta de miedo, que siguen, seguimos siendo niños (jamás dejaremos de serlo), y que ni siquiera tenemos el coraje de los niños para decir en voz alta: Tengo miedo, ven conmigo, ayúdame a vivir.
 
El corazón: la cosa cordial; lo que a todos nos acaba hermanando para mirarnos a los ojos y “espantar a la fiera a pedradas”. Una de las manifestaciones de la fiera, ahora mismo, está arrasando con todo. Y hay quien sigue más pendiente de la pantalla del móvil que de lo que pasa en su edificio, mientras algún vecino se corta las venas, literalmente ya, por no gritar socorro. Muy bien: tal vez era necesario el despertar de esa bestia, de esta descomunal estafa, para que muchos vuelvan a mirarse al espejo y a mirar a los ojos a su alrededor, antes de que aquélla les eche la puerta abajo. La ironía es que algunos, los que llevamos toda la vida practicando con la cuchilla, ras, ras, entre canciones, películas y libros sobre el tema, quizá tengamos la piel más curtida para sobrevivir. Porque (amigos míos): si no estamos tocando el fondo, debemos de andar ya bastante cerca.
  

[Publicado en FTS C. Magazine]

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