domingo, 10 de febrero de 2013

Poniente y carnaval

Todos los fuegos el fuego; todos los ríos el río; todos los atardeceres distintos y el mismo a la vez. El Aleph de cada casa, de cada estación, de cada domingo. Es febrero, es carnaval, pero no he visto por estas calles ningún bandido, ninguna bruja. Será que también los niños están hartos de verlos cada día en la televisión, y han preferido vestirse de sí mismos, de lo que cada uno quiere ser realmente, en esta ciudad a poniente que tanto se parece a tantas, sin ser ninguna a la vez, siendo todas a un tiempo. El óleo de este atardecer es exacto a otro que yo me sé, otra vez, en alguna parte. Este mismo atardecer inaudito en azul y añil, en rosa y malva. Y como en un sortilegio de espejos de tiempo puedo sentir a mi espalda a otros hombres, a otros niños, a otros niños que yo era mirando en exacta dirección de otras épocas al mismo tiempo, al mismo exacto atardecer de ahora mismo: el Tiempo es sólo un instante, éste de aquí, girando en espiral y sin moverse mientras nos disolvemos como polvo en el aire. Pero la luz permanece. Y toda tragedia lleva implícita su redención; cada caída su bandera; cada llanto su cauce alumbrando el camino, como una lámpara de agua, para recordarnos lo que fue verdad y fue certeza, para enseñarnos que la vida paga en dolor el galardón de su propia gloria. No se detiene la belleza, es cierto. Jamás detendrán a la belleza. En estas horas oscuras del mundo, cuando no hay donde poner los ojos, también conspira la estrella primera del alba tras la boda negra del adiós; en otro hemisferio, quizás, en otra estación de otra vida de otra época, ya lo irán sabiendo, ya sabrán que todo vuelve a empezar de nuevo, siempre. Pues la muerte no interrumpe nada: es sólo el estipendio necesario para que continúe el viaje. Para no soltarnos la mano en este viaje. Yo sé que tras esta oscuridad conspira la brisa, que una vela encendida custodia el verano. Yo siento allá en el Norte, dentro de hace mucho tiempo, un temblor de avenida oceánica de abril temblando en el hielo de los tejados. Yo lo veo, yo lo veía: una avenida de banderas de sol que palpitaban, abriéndose ya por debajo de la nieve, del dolor, del aguacero. Tras la capa y la máscara de cada invierno, de cada carnaval, hierve la verdad que atronará las plazas en abril, cuando ya nada importe tanto. En cada torre que cae se oye el estrépito de la campana futura; en cada ciudad que duerme sin soñar espera su hora un caballo de Troya. El Atila siniestro muerto de miedo, sembrador de miedo, que no quiere dejarnos dormir ni dejar crecer la hierba, acabará cayendo en el acantilado más profundo de su propia oscuridad: porque es su ley, porque está escrito. Todo ese ruido acabará cayendo, acabada su misión de despertarnos: pues también tiene el mal sus razones, su quehacer, su argumento necesario. Volverán la inocencia, la belleza y la vida como volvieron siempre: limpiando del templo de sol cualquier escombro. Morirán los dioses caducos; sus secuaces del miedo no tendrán dónde esconderse. No saben que no se detiene, la belleza. Jamás. No saben que es preciso que todo caiga para poder levantarse de nuevo, quizás mejor, quizás más limpio, quizás más fieramente. En la calle los niños ya sólo juegan a ser niños. En la guitarra la canción nacerá por su propia ley. En el tejado de ahí enfrente, en secreto, inaudita, ha ido creciendo una hoguera de flores anunciando que nada puede con la vida. Que todo está siempre comenzando. Que nada se termina.        

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