domingo, 24 de febrero de 2013

Transición

Toda la vida es transición, todo está siempre en movimiento, por la sencilla razón de que lo que no se mueve está muerto; y ni siquiera. No hay en la vida final alguno, conclusión, pues todo lo que vive es mutación constante y sin tregua: ésa es la ley; ése es nuestro drama: pero también, precisamente, lo que hace todo posible. Autoengañados por el espejismo de nuestras supersticiones, por la letal combinación última de riqueza (ficticia) y miedo (tramposo, infantil) a la propia vida; narcotizados en la estúpida autocomplacencia de eternidad de anuncio y plaza fija, hemos ido olvidando de manera suicida que todos somos nómadas: como el mundo, como nuestros ancestros, como la vida misma. Perseguimos, natural, lógicamente, el progreso material, el bienestar, la redención después de milenios de sudor, lágrimas y sangre, pero olvidamos demasiado rápido, con urgencia de niños ante los juguetes nuevos, que el mundo siempre fue así, y siempre será así: una continua, imparable transición.
 
La caída de Troya (Johann Georg Trautmann)
Aquella falacia del fin de la Historia, pergeñada justo por los que querían (quieren) que todo cambie para que todo siga igual, no era sólo un intento de secuestro de la salud cívica y moral de las comunidades: también un ataque soterrado contra la propia ley biológica por la cual un organismo estanco en su propio légamo, inmutable, está condenado a la destrucción. Hoy más que nunca tenemos miedo a la destrucción de tantas formas, de tanta forma conocida de vida; pero puede ser precisamente la resistencia al cambio lo que nos acabe condenando si no terminamos de entender que un virus, una enfermedad, no tiene por qué suponer la muerte, sino precisamente la voz de alarma que nos da la vida para que la muerte (el cambio) cumpla su ciclo, purifique sin destruirlo al entorno: o sea, a nuestra vida, a nosotros mismos. Ironía: son justo los enemigos del cambio quienes nos están abocando a la cada vez más urgente, escandalosa necesidad de cambiar: nos han roto ya todos los guiones, toda esa ingenuidad de tantos que creyeron (creímos) que la vida iba a ser un plácido paseo desde el pupitre al jardincito con barbacoa de los domingos, ese camelo (atroz en el fondo) por el cual la felicidad en la Tierra es posible (y, lo más grave: consiste) pagando su tributo de tiempo, alienación y locura ante esa deificada bestia del dinero, más insaciable de absurdo cuanto más se le da de comer.
 
Ahora hasta ese guión se ha roto, hasta ese traje nuevo del emperador es claramente inexistente para cualquiera con el coraje necesario de mirar ya sin ningún velo. Qué es lo que ha de venir, no lo sé; no tengo respuestas siquiera para mí mismo. Pero sí sé, creo saber algo: allá adonde tengamos que llegar no llegaremos nunca con ese fardo de miedo, con ese reflejo de animal asustadizo dispuesto a dejarse matar antes de abandonar la jaula a la que tanto tiempo le acostumbraron. Sabemos que da miedo la intemperie, que hace mucho frío ahí fuera, pero eso es lo que somos, lo que hemos sido siempre: nómadas. Suicida, lentamente suicida y asesino de su propia voluntad quien no despide a un amor antes de que se le pudra entre las manos; quien no desafía al toque de queda impuesto; quien se queda siempre acobardado en la periferia de las posibilidades y las emociones más hondas de su propia vida. También aquella comunidad de seres humanos aterrada por cruzar el bosque sin saber siquiera qué hay al otro lado, cuando ya los mismos mastines del infierno te vienen dócilmente señalando la salida. Aquí no hay techos para siempre; aquí no hay brindis al sol sin riesgo previo; aquí nunca, jamás nadie conquistó nada sin jugarse la vida.
 
Pues toda la vida es transición, y lo único quieto es lo que está muerto; y ni siquiera: también los ángeles negros cumplen su necesaria aunque dolorosa función aquí para renovar, para exigir la emergencia de lo que deba emerger, y destruir justo aquello que hacía a la vida más triste, más sombría, más rehén del infecundo, tramposo, fantasmagórico miedo.
 

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