miércoles, 8 de mayo de 2013

La Deuda

No le debes nada a nadie, salvo a ti mismo. Sé que lo están logrando, que poco a poco consuman su crimen último, el más perverso, que es hacerte responsable secreto de la miseria; aunque tú no lo sepas, aunque ni tú mismo te des cuenta, aunque ni tú misma lo adviertas. Pero quizás ya lo han conseguido: entonces habrán ganado, sólo entonces. No les des esa alegría, no se lo pongas tan fácil a los mastines del terror. Sé que estás cansado, que andas huérfana, que el mundo parece no tener orillas. Que el día es a veces un laberinto macabro. Pero no es culpa tuya, créeme. No le debes nada a nadie, aunque el peso que te va curvando la espalda te vaya susurrando al oído, como un bufón fantasma, que debes pagar gota a gota el delito de todas las esquinas. Es lo que ellos quieren hacernos creer, para así poder seguir haciendo su negocio de horror y sangre: lo único que saben hacer en realidad –pobres desgraciados en el fondo– para mitigar su miedo a vivir y a morir de frente. Pero ése es su problema, su tragedia; no es justo que tu miedo ayude a esa guardería de bestias a creer que ganarán algún día: sólo corren despavoridos hasta la cima de la Nada. Quieren arrasar con todo en su carrera, porque al no ser felices (en el fondo de su pútrida alma lo sabrán), al no tolerarse a sí mismos la paz, no tolerarán que los demás sí sepamos serlo. Pueden vivir (dios mío), pueden vivir sabiendo que nadie los quiere, cobardes, necios, castrados del corazón, incapaces en su coraza empapelada en verde de querer a nadie en realidad: porque el amor exige el coraje de asumir que puede uno perder lo que más quiere, lo único con valor real, y no fiduciario. Por eso acumulan esas ridículas cordilleras de dinero: creen estos miserables que podrán sobornar al diablo cuando venga puntualmente a buscarlos. Pero da igual; no es tu drama, afortunadamente, no es tu negocio. Aunque sólo sea por eso, hazte el favor de no contraer ese virus de culpa que hiede cada día, y que ya ha conseguido colgar sogas en los patios y arrojar ángeles por la ventana. Te lo debes a ti, se lo debes a los tuyos, se lo debes a la vida. Es lo único que debes, tu única deuda: vivir.
 
Sé que cuando no se encuentran culpables a mano, cuando se tiene dignidad y se es buena persona y se sufre como si Dios estuviera enfermo, grave, cuando no puede ni sabe uno salir a prender fuego a todo, lo más sencillo, lo más recurrente, lo más sigilosamente cercano que uno tiene para odiar y echar la culpa es la propia imagen del espejo. Pero no te pases, no te rindas, no te consientas esa soberbia inversa de odiarte y despreciarte por estar perdiendo –o eso crees– este asalto de hoy: no eres el Atlas que deba sostener al mundo (el mundo, además, seguirá girando, seguirá ignorando y pariendo y matando); y los que te rodean –piénsalo– no son en realidad los jueces implacables que crees: están tan ocupados como tú creyendo que el resto de la gente –o sea, tú mismo– piensa de ellos que no valen nada por no estar ganando su propio asalto. Ya ves: un círculo absurdo de espejos deformes que sólo proyectan sufrimiento, y que en realidad no existen, porque son mentira. Aquellos que te quieren y saben lo que vales no piensan que seas un fracaso; aquellos que te quieren no esperan tanto de ti como tú misma, porque te quieren por lo que eres y no por lo que conseguirás o no, por lo que ganaste o perdiste (y si te han hecho creer lo contrario tenles piedad: es su frustración la que habla). Aquellos que te quieren –créeme– no son ese espectro sádico que te exige cada mañana una explicación que no está en tu mano dar, que no necesitas dar: porque la única deuda, si es que existe, es contigo.
 
Auscúltate, escúchate hacia adentro. Olvídate del juicio final y de los caballos de Atila, desoye el ruido. Adéntrate en ti, cuelga bocabajo en el honor. Pregúntate cuánta de esa angustia sube desde tu propio pozo, y cuánta que no te corresponde se desborda de la pantalla, de la calle, de los otros: quítate ésta de encima, achícala. Y en cuanto a la primera, a la que de manera legítima te atenaza por no estar cumpliéndote, por haberte perdido o no estar siendo quien eres, pregúntate si ya has hecho todo lo posible, si ya has quemado todos los cartuchos (todos) antes de rendirte, porque esa angustia es sólo el agua estancada clamando por cumplir su misión, por salir a fecundar lo que en su propia ley le corresponde (lo que le corresponde: no lo que crees que otros creen que le corresponde); si la respuesta es no, esa energía que te vampiriza la tristeza merece un lugar más útil; si es que sí, si crees que ya no merece la pena intentarlo, cambia de estrategia, pero no de plan, no de horizonte o sueño o brújula: a veces, simplemente, no existe conspiración ajena alguna, y es sólo que no estás enfocando la partida de la forma adecuada. (Si no quieres siempre el mismo resultado, no hagas siempre lo mismo, dijo alguien que sabía bastante de todo esto).
 
Sé consciente, sé humilde, sé valiente. No te rindas, no les dejes ganar, que no te puedan. Asume tu responsabilidad, la que honestamente te corresponda, pero no les dejes convencerte, a los lobos de dentro y de fuera, de que esa deuda es tuya: porque los de dentro son los aliados que habrán de escoltarte, una vez vencidos, y los de fuera son sólo unos lamentables infelices que jamás han olisqueado, ni en sueños, lo que significa la palabra victoria: mira que hasta ignoran que su dinero no existe en realidad, porque es sólo un delirio metafísico, deuda de la deuda de una estafa de papel, mientras que tú guardas allá al fondo, en la memoria y el futuro del corazón, los momentos de oro que te han de recordar siempre en qué consiste el valor de cada cosa, y también su verdadero precio.
 
 

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