domingo, 27 de abril de 2014

Salud, capitanes de la belleza




Da miedo decirlo, pero está ocurriendo. Daba miedo presentirlo también, hace tiempo, antes de llegar hasta aquí. Está sucediendo, y qué bien sabíamos que debía suceder: estaba escrito. 

Se nos están yendo los que no se iban a ir nunca –pensábamos, candorosos, como diciéndonos que algo así era posible: nunca. Pero sabíamos que no sería así. En realidad –me doy cuenta– podría estar hablando ahora de muchas cosas a la vez, a pesar de que sólo pensaba conscientemente en los druidas mayores, los más viejos y nobles soldados de esta guerra en que nos metieron, nos metimos, al nacer. Pero están todos en lo mismo. Uno siempre busca las voces que le ayuden, le enseñen a transitar el camino. Son los que, primero, nos dan el pan necesario de la infancia, cuando entendemos poco; y son los que nos dan después el pan eufórico y siniestro de la adolescencia, cuando entendemos todavía menos. Y así. En este proceso de demolición que es la vida, como gustaba decir al mediano y más feroz de los hermanos Panero, memorando a Artaud; en este tránsito de lo oscuro a lo oscuro –que decía Andreiev, y gustaba recordar a Félix Grande–, en esta fiesta sorda en el pasillo, desde el comedor luminoso hasta las últimas habitaciones que nos daban miedo, los candiles más imprescindibles para no perdernos nos los dan los mayores de la tribu propia en que nacemos. Pero existen otros, más sigilosos, más lejanos y secretos, que nos dan luego la cerilla humilde para poder iluminar los rincones negros de nuestro pasillo interior, los huecos más en sombra de nuestra escalera niña: para poder entendernos, para poder conocernos y saber cuál es nuestro destino (quizás), o al menos cómo debemos buscarlo, enfrentarlo, y enfrentarnos al final a nosotros mismos. Los primeros candiles nos los podía dar la abuela, por ejemplo; la cerilla nos la podía otorgar cualquier noche de oráculo y luz de bruma, por ejemplo, Gabriel García Márquez.

Una viene para darnos la lección de la alegría, que es una bandera clandestina en un mundo que la persigue a todas horas para hacerla enmudecer. El otro viene para darnos –lo entiendo ahora– la lección de dar cobijo a esa alegría para siempre, allá dentro, mientras afuera atruenan y se pierden con estrépito funerario los treinta y dos levantamientos armados del corazón y la infancia. Una viene para darte la infancia; el otro, para ayudarte a velarla para siempre, y transcurrir en guardia todas las noches de la peste del insomnio o del olvido, y seguir soñando con todos aquellos que ya viven en la región del sueño. Para que nos manden puntuales su carta de niebla hasta esta orilla. Para que sigamos, también, soñando con ellos, a pesar de la estafa, del atraco infame, de la broma macabra como de niños crueles en el recreo cuando en el mismo sueño hablamos otra vez con los muertos, y al despertar un viento bíblico nos siembra en nuestro sitio comprendiendo de golpe, sabiendo de golpe irreparablemente que todo estaba escrito y que los que aún quedamos de esa estirpe no tendremos otra oportunidad sobre la tierra –sobre esta tierra al menos– de conjurar con ellos la soledad.

Se nos están yendo; se nos fueron yendo otros, hace tiempo, en cualquier caso. Pero no importa: si aprendimos bien la lección, si la recordamos aún tantos años después, frente a la ventana ésta del crepúsculo, no importa. Porque entonces ya tu abuela es Úrsula Iguarán, y García Márquez es tu abuelo. Y tu abuelo es el coronel, y tu infancia es ya Macondo. Y las guerras civiles son la de siempre, y los espectros de este lado y del otro siguen conversando impasibles a la luz del atardecer del mundo; a la luz del candil en que sigue tu adolescencia leyendo silenciosa, de madrugada, en la casa de la abuela, los pergaminos de todo lo que aquí sucedió, y todo lo que está por suceder, en el misterio inaudito de estar escribiendo esto ahora, aquí, en el centro mismo del misterio inaudito de estar vivo.

Al fin y al cabo, todo será un truco. Sólo un truco.

domingo, 20 de abril de 2014

La envidia de los dioses


Así como el pueblo encumbra al mito
para odiarlo después, vilipendiarlo,
apedrearlo a ciegas por las calles
y cobrarse su ofrenda sangrienta,
y así como se rumia el universo
alumbrándose y dándose por muerto,
y devora Saturno a sus hijos
y se adora en la plaza a un dios de luto
hasta quebrarlo,
          así hiciste conmigo,
así te hice, dulcísima caída, 
vestal sagrada de mi juventud


Ahora nos miramos en las ruinas
de otro tiempo,
         buscando los pedazos,
decrépitos, perdidos prematuros

comprendiendo tarde ya, ya muy tarde,
que siempre es pronto aún
para la gloria.


© Cristóbal Terrer Mota: http://www.atravesdemiespejo.com