Da miedo decirlo, pero está
ocurriendo. Daba miedo presentirlo también, hace tiempo, antes de llegar hasta aquí. Está sucediendo, y qué bien
sabíamos que debía suceder: estaba escrito.
Se nos están yendo los que no se
iban a ir nunca –pensábamos, candorosos, como diciéndonos que algo así era
posible: nunca. Pero sabíamos que no
sería así. En realidad –me doy cuenta– podría estar hablando ahora de muchas
cosas a la vez, a pesar de que sólo pensaba conscientemente en los druidas
mayores, los más viejos y nobles soldados de esta guerra en que nos metieron,
nos metimos, al nacer. Pero están todos en lo mismo. Uno siempre busca las
voces que le ayuden, le enseñen a transitar el camino. Son los que, primero,
nos dan el pan necesario de la infancia, cuando entendemos poco; y son los que
nos dan después el pan eufórico y siniestro de la adolescencia, cuando
entendemos todavía menos. Y así. En este proceso de demolición que es la vida,
como gustaba decir al mediano y más feroz de los hermanos Panero, memorando a
Artaud; en este tránsito de lo oscuro a
lo oscuro –que decía Andreiev, y gustaba recordar a Félix Grande–, en esta
fiesta sorda en el pasillo, desde el comedor luminoso hasta las últimas
habitaciones que nos daban miedo, los candiles más imprescindibles para no
perdernos nos los dan los mayores de la tribu propia en que nacemos. Pero
existen otros, más sigilosos, más lejanos y secretos, que nos dan luego la
cerilla humilde para poder iluminar los rincones negros de nuestro pasillo
interior, los huecos más en sombra de nuestra escalera niña: para poder
entendernos, para poder conocernos y saber cuál es nuestro destino (quizás), o
al menos cómo debemos buscarlo, enfrentarlo, y enfrentarnos al final a nosotros
mismos. Los primeros candiles nos los podía dar la abuela, por ejemplo; la
cerilla nos la podía otorgar cualquier noche de oráculo y luz de bruma, por
ejemplo, Gabriel García Márquez.
Una viene para darnos la lección
de la alegría, que es una bandera clandestina en un mundo que la persigue a
todas horas para hacerla enmudecer. El otro viene para darnos –lo entiendo
ahora– la lección de dar cobijo a esa alegría para siempre, allá dentro,
mientras afuera atruenan y se pierden con estrépito funerario los treinta y dos
levantamientos armados del corazón y la infancia. Una viene para darte la
infancia; el otro, para ayudarte a velarla para siempre, y transcurrir en
guardia todas las noches de la peste del insomnio o del olvido, y seguir
soñando con todos aquellos que ya viven en la región del sueño. Para que nos
manden puntuales su carta de niebla hasta esta orilla. Para que sigamos,
también, soñando con ellos, a pesar de la estafa, del atraco infame, de la
broma macabra como de niños crueles en el recreo cuando en el mismo sueño hablamos
otra vez con los muertos, y al despertar un viento bíblico nos siembra en
nuestro sitio comprendiendo de golpe, sabiendo de golpe irreparablemente que
todo estaba escrito y que los que aún quedamos de esa estirpe no tendremos otra
oportunidad sobre la tierra –sobre esta tierra al menos– de conjurar con ellos la
soledad.
Se nos están yendo; se nos fueron
yendo otros, hace tiempo, en cualquier caso. Pero no importa: si aprendimos
bien la lección, si la recordamos aún tantos años después, frente a la ventana
ésta del crepúsculo, no importa. Porque entonces ya tu abuela es Úrsula
Iguarán, y García Márquez es tu abuelo. Y tu abuelo es el coronel, y tu
infancia es ya Macondo. Y las guerras civiles son la de siempre, y los
espectros de este lado y del otro siguen conversando impasibles a la luz del
atardecer del mundo; a la luz del candil en que sigue tu adolescencia leyendo
silenciosa, de madrugada, en la casa de la abuela, los pergaminos de todo lo
que aquí sucedió, y todo lo que está por suceder, en el misterio inaudito de
estar escribiendo esto ahora, aquí, en el centro mismo del misterio inaudito de
estar vivo.
Al fin y al cabo, todo será un truco. Sólo un truco.
Al fin y al cabo, todo será un truco. Sólo un truco.
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