jueves, 21 de abril de 2016

El Albaicín o el espejismo en ruinas de la belleza



“Somos hijos de nuestro paisaje”, escribía Lawrence Durrell, a cuenta de Alejandría; “nos dicta nuestra conducta e incluso nuestros pensamientos en la medida en que armonizamos con él”.

Es cierto. Toda ciudad es un mundo, todo lugar acaba conformando un enjambre de intimidades en continuo diálogo con su hábitat. Y algunos lugares, algunos sitios concretos, ejercen un influjo aún más poderoso, haciendo respirar a sus habitantes al ritmo que contagia su aire. Como una fiebre dulce imponiendo una sola temperatura.

El milenario barrio del Albaicín, en Granada, es uno de ellos. Alzado sobre una pendiente enfrentada a la colina de la Alhambra y sobre el río Darro, este poblado blanco de cipreses altísimos y calles laberínticas, donde se oye meditar al agua y donde la belleza se siente casi de manera física, como un fantasma atrapado en la reverberación de las paredes, es uno de los lugares más visitados del mundo, más fotografiados del mundo; pero también de los más equívocos, de los menos conocidos, en realidad.

Detrás de su belleza hipnótica, sus habitantes; y detrás de su espejismo (blanco, verde, azul), el reflejo de una lógica contemporánea que combina, de manera fatal, desidia, especulación, picaresca y estupidez. (Y detrás, detrás está la gente, cantaba Serrat.)    


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